Cuidaba cada día que aquellas ventanas abrieran bien. Las lijaba y pintaba, a pesar de las astillas que todos nos clavamos alguna vez durante tan delicada tarea de aprendizaje. Las mimaba con respeto y cariño para que la luz entrara a raudales cuando las abriera, dispuesta a volver a respirar con fuerza, y para que en los días turbios algún rayo atrevido se pudiera filtrar.
Sí, esos días en los que no sabes si la oscuridad quieras que gane o pierda, pero aún necesitas luz para discernirlo. Esos días en los que el vaho en los cristales puede dibujar corazones o puede llorar a goterones, según abras más o menos la rendija.
Qué extrañas y qué necesarias son las ventanas del alma. Sin ellas sería(mos) un muro insensible, inaccesible. Con ellas podemos pintar arcoiris en los corazones.
Qué importante construirnos piedra a piedra, pero seguir abiertos. Abiertos al cambio, al descubrimiento, a la vida. Con su luz y con sus sombras.
Por eso, sí, qué importantes las ventanas. Para cerrarlas en la noche del alma y resguardarnos en nosotros mismos, pero sabiendo que siguen allí, dispuestas a ser abiertas cuando estemos listos para volver a brillar.
CC
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